¿Por qué tenemos
presidentes, gobernadores, alcaldes, congresos, cámaras de representantes,
diputados, concejales, en fin, organismos que regulan el accionar de un estado
y, de manera indirecta, la conducta de las personas? Nacimos con ellos, nos
criaron con ellos y ahora creemos que en un mundo sin ellos no es posible. Algunos
gobiernan y cumplen sus funciones, otros, la mayoría roban, asesinan, desfalcan
las arcas del estado; mienten, insultan, se pelean por el poder; crean los más
perversos y monstruosos contubernios y cada cuatro, cinco o seis años los
elegimos de nuevo. ¿Por qué?
¿Es realmente
necesario tener alguien que nos gobierne?
A lo largo de la historia de la
humanidad siempre han existido personas o entidades que dictan el curso de
acción de los demás, que deciden hacia donde encaminar los esfuerzos y los
recursos, pero nunca nos detenemos a pensar en las razones que los hacen
necesarios. Desde la sociedad esclavista en donde el amo decidía el futuro de
sus esclavos, pasando por la sociedad feudal en la que el “señor feudal” ejercía el poder sobre tierras, personas y
producción, hasta la actual sociedad capitalista donde los banqueros deciden la
suerte de los demás, siempre hemos tenido un denominador común: nuestros
pensamientos, palabras y movimientos han estado condicionados por alguien más,
es decir, no hemos sido realmente libres.
¿Y quien dijo que la
libertad era posible? ¿A caso es el sino del ser humano buscarla? ¿Y si la
busca, podrá encontrarla?... ¿Y, si la encuentra, tendrá la fortaleza y el coraje suficientes para
aceptarla con todas sus consecuencias? Al final, quizás se preguntará: ¿Libertad…
para qué? No necesitamos acudir a E. Fromm para afirmar que si la libertad
existe, tenemos miedo a ser libres, entre otras cosas porque, seguramente, jamás
lo hemos sido. Claro que los profesores, padres y madres de familia,
presidentes, alcaldes, gobernadores y demás, dirían: “Sois libres para pensar, hablar y actuar dentro de los límites que
establece la ley”. Ah, bien. Somos libres dentro de un terreno limitado por
el alcance de las cadenas que nos atan. Y luego nos recalcan: “En tanto tu accionar no afecte la libertad
del prójimo, tienes libertad”.
Pero un día, el señor “Justo Generoso Gómez”,
propietario de una gran extensión de tierra (¿cómo la habría obtenido?, no lo
sé, habría que preguntarle a los historiadores) decide dividir su hacienda en
pequeñas parcelas y regalársela a las familias pobres de la región con quienes
había estado trabajando durante los últimos veinte años. Pero, mire usted, lo
hace con una única condición: la producción no puede ser vendida, deberá ser
utilizada para su propio consumo y subsistencia. ¡Caprichos de los viejos!, como
diría alguien más tarde al ser interrogado.
Pasó algún tiempo.
Estos campesinos trabajaban duro, producían mucho más, consumían lo necesario, e incluso,
regalaban los excedentes a familias sin
absolutamente nada que comer. En suma, eran felices. No compraban nada, o casi
nada. Porque un campesino para ser feliz
solo precisa las cosas que se producen naturalmente: agua limpia, aire puro,
comida natural. La tierra misma parecía sonreír al sentirse valorada, cuidada,
explotada y ya no daba solo una cosecha, sino dos. Pero el éxito nunca viene
solo en un mundo como el nuestro.
En los terratenientes
vecinos surgió la envidia y el odio, pues sus capitales no se aumentaban en la
medida en que deseaban, tampoco su nivel de felicidad. La ambición tiene una
única característica: es insaciable. Así fue que presionaron al alcalde para
que dictara normas en contra de la producción gratuita y para consumo
particular. El concejo del pueblo se reunió. Discusiones a favor y en contra se
escucharon, hasta que llegó el veredicto final: era necesario apoyar al alcalde
pues “el bienestar de unas pocas familias
no puede estar sobre el bien de todo un pueblo”. Siempre habrá una excusa
para subir los impuestos, despojar a los pobres y controlar la actuación de la
población. Y hay excusas con nombres propios: inflación, balanza de pagos,
revaluación, devaluación, delincuencia organizada (Bacrim, Ultraderechismo, Izquierdismo, Comunismo), tasas de
interés, DTF, etc.
Y la vida continuó en
este pequeño pueblo. El conflicto
parecía no tener solución hasta que una mañana sobre el escritorio del discretísimo
notario del pueblo apareció un documento que, según dijeron, había sido “mal archivado” en su momento. Allí
quedaba claro que las tierras de aquellas familias nunca habían pertenecido a
su anterior propietario, sino que éste las había ocupado por la fuerza,
desplazando a sus verdaderos dueños, un tal “Ames Pelipe Patraña” y un tal “Sam
Damiel Cantos”, ambos fallecidos años atrás. El juez, hombre de pocas
palabras y ampliamente conocido por su agilidad en resolver conflictos, fue
claro ante la reclamación: “Las tierras
deben ser devueltas en el acto a sus legítimos dueños y repartidas por igual
entre ambas partes”.
Los abogados de estas dos insignes familias se
presentaron a recibir estas productivas tierras con toda su producción en flor.
Se acabó la felicidad de las familias que habían sembrado y que esperaban con
ansias la cosecha. Nuevamente fueron enviadas a trabajar las tierras ajenas por
un miserable salario insuficiente para comer, pero con la promesa del alcalde
de que pronto recibirían una indemnización (excusa loable que utiliza el
gobierno para hacer uso del dinero de los mismos contribuyentes) y que nunca se
cumple cuando se trata de personas de escasos recursos.
Pero miren ustedes lo
curioso de este asunto: La familia del insigne señor Patraña no estaba contenta con el dictamen del juez, pues
consideraba que tenían más derecho que los Cantos
y por tanto, sus propiedades debían ser mayores; eso sí, estaban dispuestos a
aceptar aunque fuera solo el 70% del total de las tierras. El pleito fue largo
y tedioso, ambas partes presentaron alegatos monótonos y cada vez aparecían
nuevos documentos que daban fe de anteriores propietarios e inquilinos que
alguna vez anduvieron por las cercanías y que nadie recordaba. En curioso como
los documentos suelen aparecer de la nada y por milagro providencial cuando de
grandes intereses y de familias poderosas se trata. Entre nuevos testigos y más
reuniones que no llegaban a ningún acuerdo transcurrieron tres años mientras
aquellas tierras seguían despobladas. La cosecha ni siquiera pudo ser recogida
la última vez.
Dado que el juez de
la región no pudo dirimir el conflicto, el caso se trasladó a los tribunales de
la capital y renombrados bufetes de abogados de ambas partes asumieron la
responsabilidad de defender los intereses de las dos insignes familias.
Conforme los días pasaban, se hacían presentes nuevos familiares con más poder,
más intereses y más dinero. La cosa pintaba mal. Finalmente, dos años más
tarde, fue elegido presidente del país el honorable nieto del insigne y
respetable señor Cantos y la
pelea terminó. Es claro: Si tienes una
cerilla encendida en tu mano y la acercas a una fogata, el fuego consumirá la
cerilla, el fuego de la cerilla y también tu mano.
Solo unos días más
tarde, la Honorable Corte Suprema de
Justicia daba a conocer la jurisprudencia de un decreto-ley por el cual el
estado expropiaba estas tierras por considerarlas “Patrimonio Histórico de la región”, de acuerdo con los resultados
de un estudio de ordenamiento y valorización territorial encargado por el mismo
Congreso y, por tanto, nadie podía
explotarlas, salvo el estado mismo. Dicha norma se ampliaba a terrenos baldíos
y toda aquella propiedad que sus dueños no pudieran explotar a la brevedad
posible. Nuevamente, es curioso ver como las leyes también pueden surgir casi
de la nada y, aunque sean totalmente interpretables por los abogados de turno, los ciudadanos de a pie las aceptamos
sin dilación. En fin, tres días más tarde, nos enviaron a tomar posesión de las
mismas. Allí estaba yo con un grupo de funcionarios del estado dispuesto a
hacer mi trabajo. Lo que hallamos fue un terreno baldío, seco, enorme, sin vida
y sin esperanzas. Los alrededores estaban dominados por monte bajo mientras la
desolación campaba a sus anchas. ¿Qué tenían de atractivo estas tierras? ¿Qué
habría sido de la producción de alimentos que aquí se llevó a cabo alguna vez?
¿Qué habría sido de aquellas familias que eran felices?
A nadie parecía interesarle
ahora este terreno, excepto a la ilustre familia nueva propietaria. Le pregunté
al único Cantos allí presente, un
lejano pariente que se dignó acudir ese día: “¿Para que deseaban tanto estas tierras y qué harán con ellas? Me
respondió: “La verdad no lo sé, mi abuelo
y mi padre insistieron tanto en ello en su momento, pero yo nunca había venido
aquí. Supongo que solo era cuestión de ganarles a sus enemigos este pleito. Ya
sabes, cuestión de honor familiar”.
“Ah… el honor familiar es el culpable de todo esto”, pensé. Solo por curiosidad decidí
averiguar por el destino de aquellas familias. El cura párroco era la persona
más antigua en el lugar.
-
“La suerte les fue ingrata, me dijo. Y fue una lástima, porque eran las familias
que más limosnas aportaban cada domingo. La mayor parte de ellos falleció en
diferentes formas. Después del desalojo algunos se fueron de la región, otros
intentaron recoger la cosecha y seguir cultivando las tierras pero la fuerza
policial siempre los echaba a patadas o eran encarcelados, incluso algunos
niños murieron de hambre al no tener quien los cuidara. La pobreza, el hambre y los conflictos
sociales son siempre amigos y uno llama al otro… usted sabe. Finalmente, todos
acaban en desolación”.
“El trabajo de un cura no es muy distinto
del de un profesor, de un alcalde, de un gobernador o de un presidente”, pensé, mientras miraba esquivamente por
un vitral de la iglesia (y, por la cara del cura, creo que hasta lo dije en voz baja). Todos
sirven de contacto, de enlace entre uno y otro extremo de los polos opuestos
que identifican a cualquier sociedad. Buscando más respuestas que calmaran mi
curiosidad, volví la cabeza hacia el prelado y lo inquirí:
-
¿Por qué es importante un cura?, le pregunté con algo de vergüenza
dibujada en mis mejillas. Sin la más mínima muestra de asombro y como
anticipando mi pregunta, me respondió:
-
“Mire usted, la función de un cura
no es tan diferente de la de un profesor, un alcalde, un gobernador, un
legislador o un presidente. Todos nosotros compartimos la necesidad de
transmitir (casi siempre en un solo sentido) una información y recordar unos
deberes a través del ejercicio de unas funciones contenidas en unas leyes.
Somos como cables y, ¿para qué sirve un cable?”.
He de confesar que aquella
respuesta me dejó un poco desubicado. Yo mismo ahora estaba conectando,
sirviendo de cable conductor. Pero un cable también sirve para atar, amarrar,
electrocutar, coartar, ahorcar, asfixiar, reventar, aniquilar y otras tantas
cosas más.
Durante el camino de
regreso a mi oficina en la capital y después de ver las tierras desoladas, las
tumbas abandonadas y la dejadez de las autoridades, muchas preguntas acudieron
a mi mente. Leyendo el documento extenso que daba cuenta de todo el proceso,
pensaba: ¿De qué había servido todo esto? ¿Quién resultó beneficiado?
Los campesinos habían
perdido el medio de subsistencia y con ello, sus esperanzas y su futuro
(algunos, la vida misma). El alcalde, su reconocimiento como persona cabal y
funcionario honesto; el notario, su discreción; el juez, su reputación de
diligente en la resolución de conflictos y el cura, sus generosas limosnas. Por
su parte, las dos otrora insignes familias terminaron perdiéndose el respeto y
olvidando el poco honor que un día
tuvieron.
Los dos bufetes de
abogados capitalinos fueron los únicos que recibieron grandes compensaciones
por sus servicios en tanto que el estado
ganó una nueva ley para oprimir más al pueblo en relación con los bienes,
especialmente las tierras.
Y, por si acaso alguien
preguntara que fue de mí, déjenme decirles que después de escribir estas pocas
líneas para dejar constancia de una historia que a nadie le importará, que en
su discurrir carece de elegancia y de dignidad; que adolece de grandiosidad y
fabulosos descubrimientos, unos años más tarde presenté mi renuncia al cargo
que desempeñaba en el despacho oficial y me fui a vivir al campo, cerca de
aquellas tierras desoladas que alguna vez visité como funcionario del estado.
Soy mi propio alcalde, gobernador y presidente; soy un lazo que intenta
comunicarse con el ser esencial. Pero he de decir que de aquella pobre historia
aprendí tres cosas:
1.
Un gobierno (con todo lo que supone) es importante mientras uno no pueda
gobernarse a sí mismo. Si no sabemos exactamente quienes somos, lo que
queremos, a dónde vamos y por qué estamos aquí, entonces alguien tendrá que
decirnos sus propios descubrimientos. Ante esta incapacidad de siquiera hacer
las preguntas, estamos condenados a seguir los designios de quienes sí han inquirido
al respecto y que, correcta o erróneamente han hallado respuestas.
2.
La libertad es una quimera para quien no la merece, una batalla
constante para quien tiene el valor suficiente de mirarla a la cara y la presea
mayor para quien se ha conquistado a sí mismo, porque… ¿Quién dijo que la
libertad era posible? ¿A caso es el sino del ser humano buscarla? ¿Y si la
busca, podrá encontrarla?... ¿Y, si la encuentra, tendrá la fortaleza suficiente de aceptarla? Al
final, quizás se preguntará: ¿Libertad… para qué?
3.
Finalmente, aprendí que el peor
castigo para un profesor, un alcalde, un juez, un notario, un gobernador, un
congresista, un presidente y un cura es el olvido. Darles la espalda, olvidarse
del significado de la palabra que los designa, eliminarla del diccionario,
porque, entre otras cosas, ellos, todos ellos, se han olvidado de ti. A
propósito, ¿Quién eres tú?
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