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jueves, 15 de enero de 2015

¿POR QUÉ LOS GOBIERNOS?



¿Por qué tenemos presidentes, gobernadores, alcaldes, congresos, cámaras de representantes, diputados, concejales, en fin, organismos que regulan el accionar de un estado y, de manera indirecta, la conducta de las personas? Nacimos con ellos, nos criaron con ellos y ahora creemos que en un mundo sin ellos no es posible. Algunos gobiernan y cumplen sus funciones, otros, la mayoría roban, asesinan, desfalcan las arcas del estado; mienten, insultan, se pelean por el poder; crean los más perversos y monstruosos contubernios y cada cuatro, cinco o seis años los elegimos de nuevo. ¿Por qué?
¿Es realmente necesario tener alguien que nos gobierne? 

A lo largo de la historia de la humanidad siempre han existido personas o entidades que dictan el curso de acción de los demás, que deciden hacia donde encaminar los esfuerzos y los recursos, pero nunca nos detenemos a pensar en las razones que los hacen necesarios. Desde la sociedad esclavista en donde el amo decidía el futuro de sus esclavos, pasando por la sociedad feudal en la que el “señor feudal” ejercía el poder sobre tierras, personas y producción, hasta la actual sociedad capitalista donde los banqueros deciden la suerte de los demás, siempre hemos tenido un denominador común: nuestros pensamientos, palabras y movimientos han estado condicionados por alguien más, es decir, no hemos sido realmente libres.

¿Y quien dijo que la libertad era posible? ¿A caso es el sino del ser humano buscarla? ¿Y si la busca, podrá encontrarla?... ¿Y, si la encuentra, tendrá  la fortaleza y el coraje suficientes para aceptarla con todas sus consecuencias? Al final, quizás se preguntará: ¿Libertad… para qué? No necesitamos acudir a E. Fromm para afirmar que si la libertad existe, tenemos miedo a ser libres, entre otras cosas porque, seguramente, jamás lo hemos sido. Claro que los profesores, padres y madres de familia, presidentes, alcaldes, gobernadores y demás, dirían: “Sois libres para pensar, hablar y actuar dentro de los límites que establece la ley”. Ah, bien. Somos libres dentro de un terreno limitado por el alcance de las cadenas que nos atan. Y luego nos recalcan: “En tanto tu accionar no afecte la libertad del prójimo, tienes libertad”. 

Pero un día, el señor “Justo Generoso Gómez”, propietario de una gran extensión de tierra (¿cómo la habría obtenido?, no lo sé, habría que preguntarle a los historiadores) decide dividir su hacienda en pequeñas parcelas y regalársela a las familias pobres de la región con quienes había estado trabajando durante los últimos veinte años. Pero, mire usted, lo hace con una única condición: la producción no puede ser vendida, deberá ser utilizada para su propio consumo y subsistencia. ¡Caprichos de los viejos!, como diría alguien más tarde al ser interrogado.

Pasó algún tiempo. Estos campesinos trabajaban duro, producían mucho  más, consumían lo necesario, e incluso, regalaban los excedentes a familias  sin absolutamente nada que comer. En suma, eran felices. No compraban nada, o casi nada.  Porque un campesino para ser feliz solo precisa las cosas que se producen naturalmente: agua limpia, aire puro, comida natural. La tierra misma parecía sonreír al sentirse valorada, cuidada, explotada y ya no daba solo una cosecha, sino dos. Pero el éxito nunca viene solo en un mundo como el nuestro.

En los terratenientes vecinos surgió la envidia y el odio, pues sus capitales no se aumentaban en la medida en que deseaban, tampoco su nivel de felicidad. La ambición tiene una única característica: es insaciable. Así fue que presionaron al alcalde para que dictara normas en contra de la producción gratuita y para consumo particular. El concejo del pueblo se reunió. Discusiones a favor y en contra se escucharon, hasta que llegó el veredicto final: era necesario apoyar al alcalde pues “el bienestar de unas pocas familias no puede estar sobre el bien de todo un pueblo”. Siempre habrá una excusa para subir los impuestos, despojar a los pobres y controlar la actuación de la población. Y hay excusas con nombres propios: inflación, balanza de pagos, revaluación, devaluación, delincuencia organizada (Bacrim, Ultraderechismo, Izquierdismo, Comunismo), tasas de interés, DTF, etc.

Y la vida continuó en este pequeño pueblo.  El conflicto parecía no tener solución hasta que una mañana sobre el escritorio del discretísimo notario del pueblo apareció un documento que, según dijeron, había sido “mal archivado” en su momento. Allí quedaba claro que las tierras de aquellas familias nunca habían pertenecido a su anterior propietario, sino que éste las había ocupado por la fuerza, desplazando a sus verdaderos dueños, un tal “Ames Pelipe Patraña” y un tal “Sam Damiel Cantos”, ambos fallecidos años atrás. El juez, hombre de pocas palabras y ampliamente conocido por su agilidad en resolver conflictos, fue claro ante la reclamación: “Las tierras deben ser devueltas en el acto a sus legítimos dueños y repartidas por igual entre ambas partes”

Los abogados de estas dos insignes familias se presentaron a recibir estas productivas tierras con toda su producción en flor. Se acabó la felicidad de las familias que habían sembrado y que esperaban con ansias la cosecha. Nuevamente fueron enviadas a trabajar las tierras ajenas por un miserable salario insuficiente para comer, pero con la promesa del alcalde de que pronto recibirían una indemnización (excusa loable que utiliza el gobierno para hacer uso del dinero de los mismos contribuyentes) y que nunca se cumple cuando se trata de personas de escasos recursos.

Pero miren ustedes lo curioso de este asunto: La familia del insigne señor Patraña no estaba contenta con el dictamen del juez, pues consideraba que tenían más derecho que los Cantos y por tanto, sus propiedades debían ser mayores; eso sí, estaban dispuestos a aceptar aunque fuera solo el 70% del total de las tierras. El pleito fue largo y tedioso, ambas partes presentaron alegatos monótonos y cada vez aparecían nuevos documentos que daban fe de anteriores propietarios e inquilinos que alguna vez anduvieron por las cercanías y que nadie recordaba. En curioso como los documentos suelen aparecer de la nada y por milagro providencial cuando de grandes intereses y de familias poderosas se trata. Entre nuevos testigos y más reuniones que no llegaban a ningún acuerdo transcurrieron tres años mientras aquellas tierras seguían despobladas. La cosecha ni siquiera pudo ser recogida la última vez.  

Dado que el juez de la región no pudo dirimir el conflicto, el caso se trasladó a los tribunales de la capital y renombrados bufetes de abogados de ambas partes asumieron la responsabilidad de defender los intereses de las dos insignes familias. Conforme los días pasaban, se hacían presentes nuevos familiares con más poder, más intereses y más dinero. La cosa pintaba mal. Finalmente, dos años más tarde, fue elegido presidente del país el honorable nieto del insigne y respetable señor Cantos y la pelea  terminó. Es claro: Si tienes una cerilla encendida en tu mano y la acercas a una fogata, el fuego consumirá la cerilla, el fuego de la cerilla y también tu mano.  

Solo unos días más tarde, la Honorable Corte Suprema de Justicia daba a conocer la jurisprudencia de un decreto-ley por el cual el estado expropiaba estas tierras por considerarlas “Patrimonio Histórico de la región”, de acuerdo con los resultados de un estudio de ordenamiento y valorización territorial encargado por el mismo Congreso y, por tanto, nadie podía explotarlas, salvo el estado mismo. Dicha norma se ampliaba a terrenos baldíos y toda aquella propiedad que sus dueños no pudieran explotar a la brevedad posible. Nuevamente, es curioso ver como las leyes también pueden surgir casi de la nada y, aunque sean totalmente interpretables por los abogados de turno, los ciudadanos de a pie las aceptamos sin dilación. En fin, tres días más tarde, nos enviaron a tomar posesión de las mismas. Allí estaba yo con un grupo de funcionarios del estado dispuesto a hacer mi trabajo. Lo que hallamos fue un terreno baldío, seco, enorme, sin vida y sin esperanzas. Los alrededores estaban dominados por monte bajo mientras la desolación campaba a sus anchas. ¿Qué tenían de atractivo estas tierras? ¿Qué habría sido de la producción de alimentos que aquí se llevó a cabo alguna vez? ¿Qué habría sido de aquellas familias que eran felices?

A nadie parecía interesarle ahora este terreno, excepto a la ilustre familia nueva propietaria. Le pregunté al único Cantos allí presente, un lejano pariente que se dignó acudir ese día: “¿Para que deseaban tanto estas tierras y qué harán con ellas? Me respondió: “La verdad no lo sé, mi abuelo y mi padre insistieron tanto en ello en su momento, pero yo nunca había venido aquí. Supongo que solo era cuestión de ganarles a sus enemigos este pleito. Ya sabes, cuestión de honor familiar”.

“Ah… el honor familiar es el culpable de todo esto”, pensé. Solo por curiosidad decidí averiguar por el destino de aquellas familias. El cura párroco era la persona más antigua en el lugar.

-          La suerte les fue ingrata, me dijo. Y fue una lástima, porque eran las familias que más limosnas aportaban cada domingo. La mayor parte de ellos falleció en diferentes formas. Después del desalojo algunos se fueron de la región, otros intentaron recoger la cosecha y seguir cultivando las tierras pero la fuerza policial siempre los echaba a patadas o eran encarcelados, incluso algunos niños murieron de hambre al no tener quien los cuidara.  La pobreza, el hambre y los conflictos sociales son siempre amigos y uno llama al otro… usted sabe. Finalmente, todos acaban en desolación”.

“El trabajo de un cura no es muy distinto del de un profesor, de un alcalde, de un gobernador o de un presidente”, pensé, mientras miraba esquivamente por un vitral de la iglesia (y, por la cara del cura,  creo que hasta lo dije en voz baja). Todos sirven de contacto, de enlace entre uno y otro extremo de los polos opuestos que identifican a cualquier sociedad. Buscando más respuestas que calmaran mi curiosidad, volví la cabeza hacia el prelado y lo inquirí:  

-          ¿Por qué es importante un cura?, le pregunté con algo de vergüenza dibujada en mis mejillas. Sin la más mínima muestra de asombro y como anticipando mi pregunta, me respondió:
-          Mire usted, la función de un cura no es tan diferente de la de un profesor, un alcalde, un gobernador, un legislador o un presidente. Todos nosotros compartimos la necesidad de transmitir (casi siempre en un solo sentido) una información y recordar unos deberes a través del ejercicio de unas funciones contenidas en unas leyes. Somos como cables y, ¿para qué sirve un cable?”.

He de confesar que aquella respuesta me dejó un poco desubicado. Yo mismo ahora estaba conectando, sirviendo de cable conductor. Pero un cable también sirve para atar, amarrar, electrocutar, coartar, ahorcar, asfixiar, reventar, aniquilar y otras tantas cosas más.

Durante el camino de regreso a mi oficina en la capital y después de ver las tierras desoladas, las tumbas abandonadas y la dejadez de las autoridades, muchas preguntas acudieron a mi mente. Leyendo el documento extenso que daba cuenta de todo el proceso, pensaba: ¿De qué había servido todo esto? ¿Quién resultó beneficiado?

Los campesinos habían perdido el medio de subsistencia y con ello, sus esperanzas y su futuro (algunos, la vida misma). El alcalde, su reconocimiento como persona cabal y funcionario honesto; el notario, su discreción; el juez, su reputación de diligente en la resolución de conflictos y el cura, sus generosas limosnas. Por su parte, las dos otrora insignes familias terminaron perdiéndose el respeto y olvidando el poco honor  que un día tuvieron.

Los dos bufetes de abogados capitalinos fueron los únicos que recibieron grandes compensaciones por sus servicios en tanto que  el estado ganó una nueva ley para oprimir más al pueblo en relación con los bienes, especialmente las tierras.
Y, por si acaso alguien preguntara que fue de mí, déjenme decirles que después de escribir estas pocas líneas para dejar constancia de una historia que a nadie le importará, que en su discurrir carece de elegancia y de dignidad; que adolece de grandiosidad y fabulosos descubrimientos, unos años más tarde presenté mi renuncia al cargo que desempeñaba en el despacho oficial y me fui a vivir al campo, cerca de aquellas tierras desoladas que alguna vez visité como funcionario del estado. Soy mi propio alcalde, gobernador y presidente; soy un lazo que intenta comunicarse con el ser esencial. Pero he de decir que de aquella pobre historia aprendí tres cosas:  

1.      Un gobierno (con todo lo que supone) es importante mientras uno no pueda gobernarse a sí mismo. Si no sabemos exactamente quienes somos, lo que queremos, a dónde vamos y por qué estamos aquí, entonces alguien tendrá que decirnos sus propios descubrimientos. Ante esta incapacidad de siquiera hacer las preguntas, estamos condenados a seguir los designios de quienes sí han inquirido al respecto y que, correcta o erróneamente han hallado respuestas.

2.      La libertad es una quimera para quien no la merece, una batalla constante para quien tiene el valor suficiente de mirarla a la cara y la presea mayor para quien se ha conquistado a sí mismo, porque… ¿Quién dijo que la libertad era posible? ¿A caso es el sino del ser humano buscarla? ¿Y si la busca, podrá encontrarla?... ¿Y, si la encuentra, tendrá  la fortaleza suficiente de aceptarla? Al final, quizás se preguntará: ¿Libertad… para qué?

3.      Finalmente, aprendí que  el peor castigo para un profesor, un alcalde, un juez, un notario, un gobernador, un congresista, un presidente y un cura es el olvido. Darles la espalda, olvidarse del significado de la palabra que los designa, eliminarla del diccionario, porque, entre otras cosas, ellos, todos ellos, se han olvidado de ti. A propósito, ¿Quién eres tú?

    

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