Traductor/Translate

sábado, 23 de octubre de 2010

DE MAESTROS Y MAESTRAS



Por ELIPER F&E
Octubre de 2010

Después de cuarenta y dos años de vivir la vida, de tratar de entenderla y glorificarla, me siento a recordar algunas personas que dejaron huella en ella. Tantos y tantos seres anónimos que un día habitaron mis días y mis noches y que ahora se acercan pidiendo atención, revolviendo mis recuerdos más profundos y más queridos, aquellos que me formaron y transformaron en lo que ahora soy.
¿Quién puede saber lo que sucederá en el futuro?, ¿Acaso los futuribles son mutuamente excluyentes? Al casarnos con una mujer o un hombre, según sea el caso, hemos renunciado al resto de la  humanidad y esto fundamenta la inutilidad del sufrimiento cuando se encuentra  direccionado desde y hacia un solo ser de los 6.709.132.764 que pueblan el planeta. En términos de números suena perfectamente ilógico sufrir por la partida de un solo ser, cuando tenemos el resto para preocuparnos por su bienestar. En fin, este post está dedicado a recordar algunos maestros y algunas maestras que pasaron por mi vida y que, si ahora les recuerdo, es porque dejaron algún tipo de huella en mi ser y, por tanto, están  presentes, pues aquellos que he olvidado son cosa  del pasado.
 Hoy, con la cabeza llena de teorías, de ideas y de conceptos, pero también de canas que atestiguan el paso del tiempo, me pregunto con cierta nostalgia ¿Dónde estás Melba Choice?...amante impertérrita y sempiterna enamorada de los números, aquella que me hizo amar las matemáticas, cosa que hasta ese momento se me aprestaba lejana, inconcebible e ininteligible. Melba, la de ojos verdes de quien estuve enamorado pero nunca se lo confesé; Melba la que solía mirar desde las alturas de las derivadas y las integrales, que hacia volar los números como si de pequeñas aves migratorias se tratara, pero que luego descendía a entregarnos su sabiduría a borbotones sin cobrar más nada que un humilde salario que el estado le pagaba. Quizás y con mucho, fue la persona que más profundo navegó en mi ignorancia, revolviendo sus escuetas bases hasta hacerse con ella y enviarla a los mismos demonios.  Dos años a su lado, escuchándola, viéndola, acariciándola con la mirada de imberbe enamorado; ella llenaba el espacio con sus números, su mirada deslumbrante y el encanto típico de quien ama lo que transmite. Lo que de ti escriba siempre será poco, profesora, consejera, constructora y, ante todo, maestra.
Pero como la vida oscila entre dos extremos, si existía una Melba, también existía un Gustavo…seguramente el licor lo terminó por atrapar entre sus fauces audaces y lo habrá llevado al mismísimo infierno antes de tiempo. Gustavo (no recuerdo su apellido) solía llegar tarde a las clases, y casi siempre con resaca, cuando no, aun con el licor envenenando su sangre. Amante de la buena vida y amigo de los estudiantes, siempre dispuesto a irse de copas con algunos de ellos; dicharachero, abundante en palabras, diestro a la hora de hacerse con una conversación amena. Todo ser humano tiene su lado miserable, pero también sus virtudes. La matemática que de él aprendí no duró mucho, pues yo mismo sentía una contradicción entre lo que el “profe” enseñaba y su propia vida; los buenos estudiantes siempre somos así: si notamos cierta dicotomía entre lo enseñado y quien lo enseña, tendemos a restarle importancia. ¿R.I.P. Gustavo?...no lo sé.
 Hablando de miserias, vicios y viciosos, la mente me trae al querido Olmedo…ojos rojos casi toda la semana, andar cansado y cabello corto. Cuarto de básica primaria y todo un mundo por descubrir. Pareciera que nueve años no son muchos, pero son una eternidad para un niño que desea comerse el mundo, ávido de conocimientos, lleno de inquietudes y preguntas que por falta de haberse inventado Google, no tenían más fuente de sanación que la del maestro Olmedo. A él le debo el hecho de haber descubierto que la educación también era un negocio si se le sabía sacar el suficiente provecho. -¡Pérez, vaya tome la lección en el pasillo! ¡Apunta a quienes no se la sepan!. Como en toda sociedad que se precie de serlo, existe el bueno, el malo y el feo, pues Rojas (ahora seguramente amasara una gran fortuna o será político de oficio) llegaba con la misma sentencia: “No se me la lección, pero si no me apunta, te doy estos cinco pesos”. Antes de que me juzguen, les diré que para un chico de nueve años y de extracción humilde, en aquella época cinco pesos significaban el pago de la deuda que el mundo había contraído conmigo al enviarme en el seno de una familia donde el dinero abundaba por su escasez. Gracias a Rojas supe a qué sabían la mayoría de las golosinas que vendían en las tiendas y tuve un aliado para defenderme en los recreos contra aquellas fieras que pueblan los colegios públicos colombianos. ¡Salute, amigo Rojas!. Y, ¿Olmedo? Ah sí, este maestro seguía siempre en sus clases, sabía lo que hacía, amaba su oficio pero tenía otras preocupaciones más importantes en su cabeza. Lo de que metía marihuana lo supe mucho tiempo después, yo solo recuerdo sus grandes ojos rojos y cansados, con apenas unos treinta años encima.
Maestros y maestras que van y vienen sin darse cuenta, muchas veces, del impacto tan tremendo que ejercen entre sus estudiantes. La historia los juzgará y hallará culpables o inocentes, pero ellos siempre serán parte fundamental de nuestra formación. Esto me recuerda a la profesora Margoth: gorda, fea, bajita y con un chal amarillo alrededor de su cuello en una mañana fría de octubre. Este espécimen representa aquel tipo de profesor que se ha hecho con la profesión solamente por necesidad, pero que termina cogiéndole cierto gustillo al asunto y se esfuerza por hacerlo bien, pero como tiene bases equivocas y mal formadas, termina siendo desastrosa para el sistema educativo. A este tipo de profesor le cabe cierta indulgencia, pues peca sobre todo por omisión y por ignorancia, con lo cual no deja de ser tan culpable como otros. Margoth solía reírse de mi nariz pequeña, decía que le parecía muy chistoso y ante los demás compañeros tenía la maldita costumbre de hacer bromas a costa mía, por lo cual llegué a odiarla. Un odio de seis años no es mucho, pero es todo. A esa edad uno odia o ama con todo el ser que tiene, quizás por eso perdí ese segundo año de básica primaria y decidí nunca más estudiar, claro que esta decisión no fue consecuente, pues mi padre me hizo cambiar de opinión esa misma noche, gracias a un consejo sabio y cinco castigos físicos. En fin, el creía que hacia lo correcto, y gracias a ello, hace unos meses terminé mi Maestría en Educación Superior, no podía ser en otra disciplina,  y nunca he cejado en el estudio. Querida Margoth: tus burlas sirvieron también para forjar mi futuro como maestro, también del extremo negativo se puede aprender.
Un personaje que ahora se me apresta curioso fue mostrado en la monumental escultura de la Hna. Rosario, prefecta de disciplina del Colegio de las Hermanitas Teresitas. Si no fuera por el hábito, yo diría que se trataba de un coronel del ejército de la Armada Invencible. Voz de mando, porte de militar y estatura señorial que le imprimía un aire de superioridad no gratuita. Siempre atenta a corregir el más mínimo brote de indisciplina escolar, dura con la mirada y fría al andar, siempre se la veía sombría pero enérgica. Ahora pienso que nunca le vi sonreír en los tres años que estuve bajo su mando, quizás por temor a perder autoridad. Tanto de ella como del Colegio en general supe y aprendí la importancia de la disciplina en la carrera hacia el éxito, lo odioso del mugre y el polvo (todo el colegio mantenía impecable) y  el amor por la lectura. En su biblioteca me perdía horas enteras leyendo, por ejemplo, la zaga completa de los siete libros que cuentan la historia de Christine Parker y que luego supe que era literatura sin mayor fundamento. Siempre serás recordada como alguien que le aportó bases estructurales a mi formación docente, las mismas que de cuando en cuando afloran hacia mis estudiantes.
Los salvadores siempre llegan y salvan, con ello devuelven lo que un día recibieron, y algunas veces llegan con el nombre de Moisés. Sepúlveda, bajo, rechoncho, de bigotes pronunciados y con un discurso que iba desde moléculas y tejidos, hasta lo insensato del capitalismo y la necesidad de un socialismo participativo. Un día nos dijo al  iniciar el octavo año de educación básica secundaria: “Yo no creo en los exámenes, creo en lo que puedan aprender para su vida”; aquel día se iluminó mi vida, supe que la educación tenía otro fin además de hacer exámenes y empecé a percibir el mundo de otra manera, la misma que no ha dejado nunca de asombrarme y que me llevó a ser maestro de escuela algún día. Moisés sabía lo que quería pero creo que nunca logró cambiar la sociedad en la que vivía aunque su vida fue dedicada a mejorar el mundo. Su lucha sigue estando presente en mi propia lucha por cambiar ahora mismo la universidad, por pretender que los estudiantes se formen de manera integral y holística de cara a un futuro mejor para todos. Sin duda, este profesor fundamentó de forma directa mi profesión y mi ser. Gracias, maestro Sepúlveda.
Ahora bien, aunque el mundo tenga salvadores vestidos de docentes, también envía sus demonios con figura de profesores de educación física. Vestido con sudadera azul, camiseta blanca y zapatillas de deportista consagrado, el señor Bolívar llegaba siempre a tiempo para iniciar su clase, y con silbato de árbitro descarriado,  llamaba a lista y verificaba que todos tuviéramos los elementos necesarios para hacer el test de Cooper. Entre otras cosas, nunca supe a qué ente raro hacía referencia la palabra “Cooper”, pues odiábamos hasta el término mismo. Algún día llegué tarde dos minutos después de su llamado a lista y ya tenía una falta de asistencia anotada en la tabla, insigne compañera de todo docente que se precie de servir al sistema con notas y evaluaciones. –Profesor Bolívar, yo llegué dos minutos después de su llamado, ¿será que me puede quitar la falta de asistencia, pues participé en todas las actividades? Su respuesta marcaria durante mucho tiempo un compás en mi existencia: “¡Yo no le quito una falta de asistencia ni a mi mama!”. Punto.
La justicia de Dios no da la sanción sin el premio, y en el mismo colegio donde perdí mi segundo año de básica primaria a manos de la profesora Margoth, también trabajaba la que considero la Maestra (con “M” Mayúscula) y cuyo nombre ha quedado eternamente grabado en mi mente de maestro: ORFILIA MARTINEZ MOLINA. Me parecía una mujer muy bella, alta, guapa, delgada y llena de gracia y finura al caminar; luego  que crecí, me di cuenta que no era tan alta, de hecho es de baja estatura. Lo demás sigue intacto. Respetuosa, cariñosa y afable con los niños; su eterna tarea hasta jubilarse fue enseñar a leer. ¿Puede haber tarea más noble en el mundo, más importante y elocuente que esta? Yo, sinceramente, lo dudo. A una mente de cinco añitos, habida de saberes y con dificultades para  comprender, mostrarle que existe un mundo totalmente nuevo para él, eso es cosa de genios. Aún recuerdo como si fuera ayer el examen final de primer año de básica primaria: Estoy de pie junto a su lado (izquierdo), apenas alcanzo a mirar el periódico que reposa sobre su gran y limpio escritorio, trato de alcanzar con la mirada el párrafo que la señorita Martínez me solicita que lea. Empiezo a leer lo que allí dice y con gran esfuerzo termino mi párrafo. Ella me mira con ese sentimiento de quien sabe que tiene el mundo ante sí, de quien conoce que la responsabilidad de educar y sobre todo de formar, reposa en sus manos; me mira y me da su aprobación con una sonrisa, la misma que me acompañará por el resto de mi formación; aquella que me dice que todo es posible, que siga soñando, que siga intentando tomar el mundo en mis brazos porque todo es posible. Sin duda ese fue un buen año. Orfilia, cada vez que voy a mi pueblo pregunto por ti y algunas veces hasta te veo cruzar el parque acompañada de tus nietas y pienso: “¿Dónde se fue aquella estatura que un día sentí que tenías?, luego me doy cuenta que nunca se fue, que todo cuanto sentí, creí, ame, vi y obtuve de ti, sigue intacto en ti. Tú me enseñaste a leer y escribir, pero antes de mi hubo otras tantas generaciones y después de mí, muchas otras. Iniciaste a enseñar en primero de básica primaria y te jubilaste en primero de básica primaria, y no porque no tuvieras capacidades de dictar otros cursos, sino porque siempre tuviste clara tu misión en esta tierra: abrirnos los ojos a un mundo desconocido, hermoso, abierto, tan ancho como novedoso y atractivo. ¡Que el buen Dios te bendiga siempre, Maestra de Maestros!
Ahora ya viejo y con la experiencia de más de quince años de docencia pesando en mis sienes, siento que de alguna manera desconocida me he transformado en cada uno de estos maestros y maestras que deambularon mis noches y mis días, que llenaron de sabiduría –unos más que otros- mis horas de adolescente inquieto y preguntón. De cada uno resta algo muy dentro de mí, pero de todos, incluyendo aquellos que olvidé, existe una gran lección: Cada uno hizo aquello que creía correcto, aunque algunos ciertamente estaban equivocados, pero intentaron cambiar el mundo, mi mundo, y eso es loable y digno de quien se precie ser un buen ser humano. Como dijo el poeta: “De todo lo que es posible aprender, elige y aprende lo mejor. De todo lo que hayas aprendido, elige lo mejor y enséñalo a los demás”.
Dedicado con respeto y admiración, a todas aquellas personas que por algún motivo eligieron la profesión más importante del mundo: La de educar y formar a  otros seres. Que el buen Dios les siga bendiciendo para que cumplan a cabalidad tan laudable labor.