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domingo, 2 de diciembre de 2012

CAMINANDO POR BERLIN

“Conocí cien países, siempre me gustó viajar. Gente muy diferente, muchas formas de pensar; pero la pobre gente, la que siempre sufre y da, esa no era diferente, en todas partes era igual”. Yuridia Valenzuela La sincronicidad, esa aparente tendencia que tienen los eventos para encadenarse y que opera a un nivel todavía desconocido para el ser humano promedio, me hace pensar de nuevo en la causalidad que, junto con la justa ley de causa y efecto y con el movimiento, hacen posible la vida en este planeta. Caminar por una calle de cualquier ciudad del mundo puede convertirse en una experiencia bastante aleccionadora si uno se dedica a observar en lugar de limitarse simplemente a ver lo que sucede alrededor. Pero, si además de observar también nos dedicamos a comparar, ya no desde la perspectiva del critico literario, por lo demás aburrido, monótono y un tanto pedante pretendiendo poseer la ultima verdad de un suceso que, entre otras cosas, nunca aconteció, en fin, como decía, si nos liberamos de prejuicios y nos alejamos de creencias y perdemos el afán de juzgar y encasillar cada observación dentro de un modelo prediseñado y establecido por otros, nos daremos cuenta que esa caminata por Berlín (u otra ciudad del mundo entero) se puede transformar en encuentro cultural, social, político, económico o de otra índole pero siempre con un componente espiritual interior que se cuela por nuestros sentidos (aun no totalmente desarrollados), tratando de enseñarnos que nuestros problemas, pero también nuestras alegrías están siendo compartidas en todo el globo y que nuestros agobios y desesperanzas son las mismas de toda la raza humana. En el Türken Markt (un mercado Turco situado al noroeste de Berlín, Alemania) inundado de la mas variopinta clase de elementos con vendedores que nos ofrecen desde un auto hasta un kaki de sabor simplón que nos permite pensar que esa maldita tendencia a maximizar la producción en aras de la máxima competitividad echó a perder el sabor, y, como si esto fuera poco, nuestra mirada no puede menos que fijarse en el cartel pegado en la ventanilla del coche anunciando que el precio del mismo es dieciocho veces mas bajos que el precio cuando éste era nuevo. Por supuesto, al tiempo lanzó la pregunta: ¿Por qué tiene un precio de solo € 900 un auto que se ve, en apariencia, en muy buen estado? Y la respuesta no se hace esperar: “Este mercado de coches se conoce como el mercado para tontos, pues hay que serlo para comprar un coche aquí”. Luego me entero que algunos pueden provenir de orígenes harto dudosos pero una cosa es segura: el kilometraje mostrado en el medidor hay que multiplicarlo por cinco. Lo demás lo dejo a vuestra imaginación. Me siento en un café a reflexionar y me doy cuenta que esta misma situación se vive en la Plaza de San Nicolás en Cali, Colombia; una plaza de mercado de Lima, Perú o una pequeño polígono al sur de Madrid, España. ¿Qué tienen en común estas situaciones?: El engaño, el timo, la necesidad (de ambos, comprador y vendedor), …. Y es que cuando se trata de maximizar la productividad, el gusto tiende a desaparecer. Cuando la producción se hace pensando en el producto y el consumidor, no en la maximización de ganancias, el sabor se ve incrementado. Tal como lo comenta Antonio (un personaje español que conocí en el vuelo Madrid – Frankfurt): “Aunque se pierda el sabor de las frutas producidas masivamente en Europa, es cierto que son hermosas”, y no le falta razón. Las frutas que se producen y comercializan en Europa son hermosas, invitan a comprarlas; las manzanas, por ejemplo, son todas iguales, en tamaño, forma, color, apariencia, pero no saben a manzana; las naranjas no son amarillas, sino amarillas imitando el color del oro, las fresas suelen ser del mismo tamaño y forma y las mandarinas imitan la perfección en su apariencia física. Todas estas frutas y muchas mas tienen un común denominador: han perdido el sabor original. Sigo caminando, observando, comparando, pensando y viviendo. Me llama la atención un hombre que, sonriendo con grandes ojos, repite en un alemán con marcado acento árabe una letanía de “barato, barato, barato” unos pasos mas adelante, otro vendedor, perdido entre una montaña de Blumen Kohl (Coles alemanas), me mira, sonríe y ofrece sus productos haciendo alusión a Helmut. Köln, acto seguido y al comprender que mi vocabulario Alemán es menos que probable que me permita subsistir, en un Ingles con marcado acento árabe me pregunta si soy de México. Tratando de establecer una cierta distancia, le respondo que no, pero si de por esos lugares. ¡De Colombia!, dice, y pone cara de satisfacción. Le respondo afirmativamente y empieza a imitar la preparación de la cocaína antes de ser inhalada mientras con su sonrisa complaciente insiste en que traiga un kilo y lo comercialicemos en el norte y nos hagamos ricos…¡Las cosas que hay que escuchar y ver! Mi memoria se dirige a ciertos momentos durante mi Camino de Santiago, instantes en donde coincidía con especímenes de la raza humana cuyo conocimiento de un país se limitada a lo poco que los periódicos de corte amarillista suelen informar (cuando no, desinformar) y con ello creen poseer la verdad. ¿Común denominador entre estas situaciones?... la ignorancia, la vanidad y el poder. Mi acompañante me sugiere probar unos dedos de queso, llamados Börek, que un vendedor ofrece en medio de una tienda repleta de productos que no tengo la más mínima idea de que se trata pero tienen apariencia bastante gustosa. Como es costumbre en Alemania, debemos esperar que terminen de atender el cliente que llegó de primero y mientras gruesas gotas de sudor discurren por el rostro del dependiente (pues la cocción de tantos productos simultáneamente hacen que viva su propio infierno), nos pregunta por nuestra decisión. Conclusión: los Börek de queso son toda una prueba de buenos tentempiés que, con algunas variaciones, he comido, tanto en Colombia como en festivales gastronómicos internacionales que he visitado en España. ¿Común denominador?...El gusto. Aunque se usen diferentes ingredientes, otros nombres en otros idiomas, el gusto termina siendo igual o similar en muchos casos, sobre todo en países desarrollados. Llegamos a una parte de la ciudad en donde el rio Spree sirvió de frontera natural entre aquella Berlín floreciente y amorosa, y la otra Berlín empobrecida y gris. Mi guía me comenta que este tramo del rio era patrullado por barcazas armadas que tenían como misión (y casi siempre lo conseguían), disparar y asesinar a quienes intentaban cruzar el rio en busca de una vida menos lánguida en Berlín del Oeste. Mi mirada se centra en el antiguo puente por el que ahora circulan coches en un flujo continuo que nos recuerda el movimiento que causa la vida. Todo fluye mientras construye. Ahora la memoria me lleva a pensar en los muros, me llama la atención que mientras algunas ciudades, naciones y regiones los derriban e intentan unificar, otras los construyen e intentar separar. ¿Común denominador?: Los muros, el dolor, la felicidad (de quien lograba cruzar, de quienes separan y de quienes reunifican). ¿Común denominador?: La lección. Aprendida para algunos, por aprender, para otros. Entra en la cafetería una pareja de esposos alemanes cuyas edades sumarian no menos de 160 años, vienen acompañados de un perro, quizás labrador. Se sientan y el camarero se dirige a ellos llevando en sus manos la comanda y un cuenco con agua para el canino. Mientras llega la comida, esta pareja comparte sendas cervezas (como debe ser en Alemania), y los demás nos dedicamos a observar o simplemente leer alguno de los muchos periódicos (que dicho sea de paso, son los periódicos mas anchos que conozco, tienen siete columnas) que inundan los cafés en este bello país. Finalmente, encuentro que Berlín tiene otras cosas comunes con el resto de ciudades del mundo. Tiene un rio que le da vida, una no clara pero existente separación entre la gente mas rica y pudiente y la menos poderosa (porque en Alemania también hay gente pobre, pero la manifestación de la pobreza es diferente en relación con los países pobres), y un sol que la alimenta todos los días. Aun con estas similitudes y otras que no menciono aquí, se hallan diferencias curiosas como el hecho de que el sol pareciera no calentar en Berlín, como si M. Trini se hubiera inspirado en ella cuando cantaba: “Tu y yo, inventamos un sol que no daba calor…”. En fin, Berlín tiene esa magia que encanta a quien sabe buscar, es decir, a quien saber que buscar es la condición segura para no hallar. Por lo tanto, para disfrutar de esta ciudad solo hay que caminarla o sentarse y esperar; abrir los sentidos y vivirla, porque si la pobreza tiene otra cara en Berlín, también la tienen otras expresiones humanas como la alegría, el dolor, la esperanza o la caridad.

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